Siempre me digo lo mismo: "Es sólo una vez al año. Se te pasará"; pero tengo la sensación de que cada año es peor. Y, de eso estoy segura, casi siempre es en estas mismas fechas.
Bien es cierto que una pandemia mundial, restricciones horarias, restricciones sanitarias, el constante uso de mascarilla, la falta de oxigenación en mi cerebro, la escasez de abrazos y la ausencia de opciones no ayudan en nada.
Me siento fea. Me siento gorda. Me siento triste. Me siento sola.
No soy fea. No estoy (tan) gorda. Pero sí estoy triste y me siento sola, aunque no lo esté.
Y escribirlo, aunque lo haga más real, me alivia. Porque me da la sensación de que lo estoy gritando. Y, si lo grito, si lo saco fuera, parece que pesa menos.
Dentro de un mes y medio será el aniversario del comienzo de este espejismo de infierno.
No quiero ver sólo la pena, ni las muertes, ni las ausencias, ni el futuro incierto. Aún siento dentro de mí ese "algo" que me dice: "Aguanta un poco más, sólo un poco más". Quizás es el optimismo, la esperanza o la autoestima a la que me aferro. Y no lo pierdo de vista. No lo hago porque sé que eso es lo que está tirando de mí hacia delante.
Hoy he ido a andar. Me ahogaba (tengo que dejar de fumar) y la mascarilla no ayuda, pero es que había algo que parecía empujarme, aun sin aliento. Quería correr. Yo. Que siempre he dicho que sólo me verían correr si había algo detrás que me perseguía... E igual era eso. Sentía que huía. Sentía que quería seguir, que quería esfumarme. Parecía que quería desaparecer, esconderme entre los árboles, que todo lo que me rodeaba se desvaneciera y sentirme sola a gusto, sin presión, sin miradas y llorar, llorar y llorar hasta agotar las existencias.
No me siento deseada. No me siento deseable. No me gusta lo que siento. Echo de menos reír a carcajadas, más responsabilidad emocional.
Todos los días me voy a dormir con la convicción de que al día siguiente haré algo distinto: madrugaré mucho, me echaré a los caminos y empezaré a generar endorfinas. Siempre pienso que será mañana. Y mañana, ya es ayer.
Pienso que se me hace tarde, que me hago vieja... Que todas esas ideas triunfantes no están al alcance. Que se han ido. Que se ha pasado el tren. Que tengo un cerebro tan inteligente, tan lleno de cosas, tan lleno de vida, de cambios... pero que ya no se va a conocer.
Ansío volar. Volver a viajar. Empezar de cero en un nuevo lugar donde no conozca a nadie porque ahí es dónde puedo ser siempre la mejor versión de mí misma. Donde no tienes pasado, ni rencillas, ni historia porque, esta última, la escribo yo.
No echo de menos el sexo. Supongo que, infortunios de la vida, nunca pudo llegar a ser tan importante para mí. Pero deseo tan insulsamente poder besar a alguien que me arde el pecho. Deseo esa sensación. La echo de menos. No es el cosquilleo, ni el juego, ni la incertidumbre, sino esos breves segundos de silencio, de corresponder y ser correspondido, cuando te agarras con tanta fuerza al otro que te tiemblan hasta las piernas. Cuando sientes ese calor que sube por el monte de venus, que te humedece hasta el alma... Siempre me ha interesado esa manera de cerrar los ojos que tenemos cuando te besas con alguien. Como si, por abrirlos, se rompiera la magia. Como si, cuando los abres para ver a la otra persona, perdieras el compás. Y si, por casualidad, lo abrieras para descubrir al otro con ellos abiertos, te sintieras traicionada. "Lo esencial es invisible a los ojos", ¿no?
Hoy he pensado que echo de menos viajar porque parece que ese necesidad de aventuras viene de la mano del deseo. Desde hace tiempo, aunque no me vaya, he pensado que ya no hay nada aquí para mí. Soria explorada y expoliada. Supongo que la necesidad de sentirme deseable y deseada viene de la mano de la exoticidad. De ser yo el agente externo en ese mundo que no me conoce. En esa gente que me mira y ve lo que yo veo en mí cuando soy feliz. Ese cerebro, ese magnetismo, esa magia que me da la libertad.
No es una libertad libertina, sino aquella libertad en la que yo me expando, yo soy la desconocida y el propio deseo.
He tenido un rifirrafe con una de mis mejores amigas. Obviamente, esto no ayuda. Normalmente, y hace mucho que no escribo, todo esto se lo estaría contando a ella. Puede que alguien se pregunte por qué no lo hablo entonces con mi gente de siempre. Yo diría que es la practicidad. Ella está aquí. Está cerca y me puede consolar si me derrumbo. Mi gente de siempre está fuera, está lejos... Y, si tuviera coche, me plantaría a la puerta de su casa exigiendo un abrazo, un cambio de aires, unas horas de construir otra vida, pero no es así. Simple y llanamente, la necesito a ella. Y no es una necesidad egoísta y mundana. Es una necesidad de amor. De saber que seguramente yo también la he hecho daño. Que puede que ella también esté mal y yo no estoy siendo su amiga. La echo de menos a ella.
Ojalá me importaran menos las cosas. Ojalá consiguiera sentirme menos sola. Ojalá viviéramos menos para el mañana y más para el hoy. Invertir en una casa en la montaña a la que poder huir y desaparecer para poder encontrarnos.
Apunto en mi agenda para brujas todo lo que tengo que hacer al día siguiente. Pero se me pasan las mañanas y las horas como el día de la marmota. Casi siempre, hay algo que se me olvida. Entonces pienso que he perdido el día, que se me han pasado las horas, que no he aprovechado mi tiempo. Juro que no siempre soy tan dura conmigo misma.
Es este día, es este mes, es este recién estrenado año (la resaca del 2020, seguramente). Es esta pandemia.
Mamá, no llores. Sigo aquí. Tu pequeñín sigue aquí dentro. Sólo estoy triste, y es normal. De vez en cuando, alguien que es tan feliz siempre, tiene que caer. Aunque sólo sea un poco. Un raspón en las rodillas, nada más. Déjame escribir, aunque sean cosas que no quieras leer. Tengo que hacerlo para soltarlas. Eso me lo has enseñado tú: las cosas se hablan. Y con ello yo he aprendido que así los sentimientos fluyen más libres, más ligeros. Isa y yo hemos aprendido que, para poder entender lo que nos pasa, es necesario decirlo primero y analizarlo después.
Morir, arder y renacer. Como un Fénix. Así me he visto siempre (guiño a mi amigue Carlos). Yo no nací para caer y quedarme en el suelo. Siempre me levanto, no "preocuparse", pero necesito dolerme.
Llorar la caída para limpiar la sangre. Retorcerme (y regocijarme) en el dolor para sentirlo, para aprehenderlo. Hacerlo (aún más) mío para entenderlo. Y me siento orgullosa de ello. Todas las emociones son válidas y necesarias, aunque a veces se me (nos) olvide.
Este año no escribí una elegía en Nochevieja para el 2020 ni los deseos para el 2021. Quizás esta entrada de blog sea eso. La necesidad de ahuyentar lo que ahora siento, lo que he sentido. Exorcizarlo para dar paso a algo nuevo.
He hablado con mi hermana y con mi hermano de cómo me siento. Eso sí que ayuda. Me trae los buenos recuerdos, me hace sentir menos sola, más bonita, más feliz... y me regala los abrazos, aunque sean en la distancia. Porque, cuando le pones nombre a esa pena, se hace más pequeña, más manejable, menos pena.
Y, ahora, ya duele menos.
Ojalá mañana sea siempre "todavía".