Mi vida
está llena de ausencias. Un vacío que no se puede llenar.
La
separación. Se bien cómo os sentís. Como un agujero de bala. Algo que duele
como una punzada, que quema, que no se va. Cómo si te hubieran arrancado el
estómago. Es desgarrador. La cama vacía, el olor del ser querido, el sonido de
su voz.
Un
llanto incontrolado. La necesidad de una bocanada de aire. Sentir que casi no
puedes respirar. El síndrome del miembro fantasma. Te han amputado una parte de
ti que ya no está, pero que te sigue doliendo y cuando tratas de alcanzarla con
las manos para aliviarte el dolor, te das cuenta de que simplemente, ya no
está.
Nunca
entenderé el mecanismo de una despedida. No sé si me he acostumbrado a ellas.
Creo que no lo haré nunca.
Nunca
entenderé si físicamente suponen algo real para el ser humano o si ese dolor y
esa presión en la cabeza, están tan sólo en nuestra imaginación.
El beso
a esa persona a la que amas con lágrimas en los ojos, no sabiendo cuándo
volverás a hacerlo, reteniendo ese sabor de sus labios, esa textura suave de
seda, esa saliva caliente que tanto placer y hormigueos te ha provocado.
El
abrazo en el que rezas, aún siendo ateo, para que se pare el mundo. En el que casi no oyes aquello que
te rodea, en el que sientes el latido del corazón del otro, sin ser consciente
de ello.
Y entonces
te separas, el aire comienza a correr entre ambos cuerpos, como quien corta los
ligamentos… y lo último que se sueltan son las manos, las yemas de los dedos… y
la punzada comienza.
No es
lo mismo despedir a un amigo que a un amante. Los amigos, a pesar del llanto
incontrolado, de las convulsiones nerviosas del pecho por falta de aire, son
personas que volverás a ver. Que sabes que volverán a ti. Que sabes que siempre
volverás a ellos. Familia que escoges para que se quede siempre contigo.
Cuando
despides a un amante… es un torbellino. La incertidumbre, el miedo (tan
poderoso y soberano del amor), la costumbre, el corazón que se para, la sangre
que se hiela, los ojos que no ven en el mar de lágrimas, la angustia de la
mañana al abrir los ojos y no verle… pero la noche… el peligro. El aferrarte
con rabia a la almohada, las lágrimas amargas, más que nunca, el hipo
incontrolado, el dolor de garganta, los ojos rojos… Y el frío… ese frío. Ese
despertar de madrugada que se repite una o varias veces, con la mandíbula
apretada, deseando que nada de esa ausencia sea real, ese miedo a abrir los
ojos y al hacerlo, mirar el hueco vacío de la cama… y romper a llorar otra vez.
Dos
amantes que se lloran al decirse adiós o hasta pronto, son dos amantes que se
aman.
El que
llora cuando ama, es que ha amado plenamente.
Y a
pesar de lo amargo, del vacío, de ese abismo que se siente, como un ser hueco
sin más órganos que piel y hueso, volvería a hacerlo.
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