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lunes, 29 de mayo de 2017

Limerencia

Creo que ya he hablado alguna vez de lo despreocupada que suelo ser en todo. 
Sin medida. En la forma de hablar, en mis acciones. Guiándome solo por lo que siento.
Pero llega un momento en el que pierdo el control. Y aunque no me gusta controlar las cosas, sí me gusta tener control sobre lo que me afecta de manera personal. Porque sin ese control me siento indefensa.

Mucha gente me pregunta por qué no me gustan las drogas. Esa es precisamente la respuesta. 
Más allá de haber únicamente probado la maría y el hachís, el estado de desconexión en el que me dejan, el aislamiento, la incapacidad de controlar mis músculos motores, la ansiedad que me produce la pesadez de ojos y mandíbula son motivos más que suficientes para mí para decidir que no necesito sustancias adicionales para relacionarme con el mundo. 

La sensación que me ha dejado este fin de semana se parece bastante a ese estado de vivir en una burbuja y no entender nada. De no comprender si quiera de dónde vienen mis palabras o mis infantiles acciones. 
Me recuerda que a veces estoy mejor cuando construyo ese muro a mi alrededor que me ha dado tantas alegrías y me ha protegido tantas veces del exterior. Porque sí, yo también tengo mi muro. 
Acolchado por dentro, como en una casa de locos. Para que por dentro pueda gritar, saltar y golpearme sin hacerme daño mientras por fuera me mantengo feliz, tranquila y en un estado de superioridad mental en el que no me afectan las relaciones interpersonales más allá del estado de relajación en el que me preocupo lo necesario por otros y lo máximo por mí misma.

He dejado caer el muro al estilo GoT, en una batalla épica y perdida de manera muy absurda.
Sin quererlo. Sólo por una mirada y unas palabras amables. 

Y no, no quiero nada. No estoy enamorada. Sólo quería hacerme feliz y, quizás, hacerle feliz durante un tiempo determinado. 
Pero mi muro ha caído y a su alrededor sólo veo cada vez más fortificaciones. Un estado de alteración mental. Que sube y baja. Que a veces es la paz y a veces es la guerra sin saber cómo ha venido.
Tan pronto una respuesta amable como una bordería. Y eso hace que yo sea más desagradable y pierda mi magia. 
Como si el ser una mujer inteligente y buena se volviese en el blanco perfecto para un gancho de izquierdas. Y entonces saco las uñas sin medir la virulencia del ataque. 
Y vienen los perdones que yo acepto, que me ablandan como la mantequilla al calor de un rayito de sol... Pero cuando los pido yo me encuentro con el silencio. Con un invierno que ha llegado a 30ºC fuera de casa. 
Porque a veces te llevas las bofetadas verbales sin haberlas visto venir. Y cuando se te escapan a ti parece que has desencadenado una tormenta eléctrica.

Y sé que no me convienes. Que lo que tú eres no es lo que yo quiero en mi vida. Que es una decisión personal mía porque cada uno tenemos nuestra historia. Y en la mía no caben ninguna de las partes malas que veo en ti y que saltan sin razón a veces en un ataque de bipolaridad.
Porque cuando te gusta alguien, tienes cuidado de las respuestas. Y ver a esa persona cuando estás en un momento de estrés y tensión debería alegrarte, sacarte una sonrisa amable y devolverte a un estado relajado. Y a ti no te pasa eso. No lo parece.

Ojalá me hubiese dado cuenta antes, mucho antes, en otro tiempo y espacio, que tú estabas tan cerca.

Y aún así, muerdo el agua por ti...

...Y me moriré de ganas de decirte que te voy a echar de menos.




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